El ángel del Señor me mostró a mí, Juan, el río del agua que da la vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En el centro de la plaza de la ciudad y en cada lado del río, crecía un árbol de la vida, que daba doce cosechas al año, una cada mes, y sus hojas sirven para dar la salud a las naciones. Ahí no habrá ya ninguna maldición.
En la ciudad estará el trono de Dios
y el del Cordero,
y sus servidores le darán culto,
lo verán cara a cara,
y llevarán su nombre en la frente.
Ahí no habrá ya noche
ni habrá necesidad de lámparas o de sol,
porque el Señor Dios los iluminará con su luz
y reinarán por los siglos de los siglos.
Luego el ángel me dijo: “Estas palabras son verdaderas y dignas de crédito. El Señor Dios, que inspiró a los profetas, ha enviado su ángel para comunicar a sus servidores lo que tiene que suceder en breve. Ya estoy a punto de llegar. Dichoso quien le hace caso al mensaje profético contenido en este libro”.